Siempre he tenido el sueño de conocer cada rincón de mi país. Y como soy del sureste, lo más conveniente era conocer primero esa área. Hace un año, poco antes de las vacaciones de Navidad, decidí ir a un lugar que quise conocer desde que estaba en la preparatoria: La Laguna de los Siete Colores, en Bacalar, Quintana Roo. Sin embargo, jamás pensé que me sentiría como una extranjera en mi propio país.
Presupuesto moderado
El viaje no fue largo ni cansado (y si lo hubiera sido, creo que mi alegría lo hubiera opacado), pero sí con un presupuesto moderado. Me hospedé en un hostal, pero que tiene vista a la laguna. Honestamente, nunca me había quedado en un lugar así, de modo que no sabía qué encontraría.
De huésped a asesora telefónica
De entrada, tuve que esperar a que verificaran mi “reservación” en lo que atendían a un grupo de extranjeros que llegó a pedir informes. En realidad, eso no me molestó, pero lo que sí me incomodó fue que un señor de Francia me estuviera “pidiendo” que lo “ayudara” a recuperar su cuenta de G-mail y que llamara a una compañía telefónica para un cambio de chip. El problema no es que no quisiera ayudarlo, sino que ese favor se volvió en una obligación que duró como dos horas... Y aún seguía sin pasar al cuarto para dejar mis cosas y salir a conocer el pueblo mágico.
Sola en un mar de gente
Como pude, aunque suene mal, me libré del francés y logré salir. Durante el recorrido, me llamó muchísimo la atención que prácticamente todos los turistas eran extranjeros. Y al llegar a casa me topé con el mismo panorama: más extranjeros. En mi interior me dije: “¡genial! A hacer amigos y conocer otras tradiciones”. Sin embargo, eso no pasó. Me quedé en un rincón de la casa, observando cómo mis compañeros de hospedaje y cuarto interactuaban. Llegó un momento en el que me sentí muy sola, así que salí a uno de los corredores para recostarme en una hamaca, pero todas estaban ocupadas. Quise unirme a un grupo de chicos que platicaban, pero el espanglish no fluyó.
Extranjera en mi país
En definitiva, me sentía como una extranjera en mi propio país. Deseé que las cosas cambiarán, pero no fue así. Los siguientes días continuaron igual. Durante el desayuno, mis compañeros estaban por su parte y yo por la mía. Ellos hablando en su idioma y yo en el mío. Ni siquiera el lenguaje universal de sonreír nos ayudó. Lo más triste fue que incluso los dueños del hostal marcaban la diferencia entre extranjeros y mexicanos, y yo era la única mexicana… Solo uno de los recepcionistas fue amable y me alentó a hacer amistades, pero de nuevo no tuve éxito.
Un lugar con color y amor
A pesar de que me sentía como una extranjera, disfruté del viaje. La Laguna de los Siete Colores es bellísima. Es de esos lugares que te roban el aliento y te lo regresan con cada amanecer y puesta de sol. Es un pueblo mágico con rincones llenos de color y amor. Amor por la vida, por la comida, la naturaleza.
Aprendizaje
Como me gusta verle el lado positivo a las cosas, tome esa experiencia como un aprendizaje. Jamás olvidaré la sensación de sentirme ajena a mi país, aún estando en territorio mexicano. Pero también recordaré que es importante hacer sentir a otras personas en casa, aunque no estén en ella. Y para ello no necesito irme al otro lado del charco, sino ser amable con quienes me rodean, con quienes convivo día a día.